Está claro que bajo la distinción de las etapas, la vida se va definiendo, las decisiones van descartando posibilidades y limitando el abanico de opciones que se abrirán en el futuro. También es indiscutible que la ilusión de la continuidad se ve siempre interrumpida por el limbo que implica el cambio de escenario, que la noche da paso al día, y el día da paso a un montón de nuevas actividades que acabarán opacando esa posibilidad de hacer algo diferente cada tarde, para conservar el alma viva.
Pero qué importa entonces todo lo anterior, cuando un pensamiento irreverente sigue siendo constante en la mente de quien hoy escribe, y sobre todo, en el corazón al que pertenece esa mente. Y si de corazones se habla, está también claro entonces, que no tendría por qué haber confusiones, no tendría por qué haber malentendidos, no tendría por qué haber días en que se les desconoce completamente, porque de ellos no son esas características, sino de las mentes que los complican, que los llevan a situaciones innecesarias y les impiden el diálogo para solucionar lo que se cree ya, un problema.
Que importaría el diálogo directo, las opiniones honestas, la invasión de los espacios, la naturalidad, los desatinados consejos y los errores basados en la inmadurez y la poca experiencia, qué importaría, cuando se hacen bajo el entendimiento de que para quien se dirige no necesita de ese filtro del pensamiento, de ese auto control basado en la etiqueta, la educación, qué importaría si se cree que se dirigen a alguien con quien siempre se ha tenido esa actitud de manera recíproca, que importaría si siempre ha sido así y es por ello que nos sigue siendo tan importante.
Pero aveces, de un día a otro, ya no es así y bajo el auto acuerdo de una última llamada, hay que tomar la decisión de poner el filtro que se espera de nosotros y dejar que la mente haga lo que la vida espera de ella. Aunque secretamente el corazón siga deseando que sea otra la resolución y al menos eso lo mantenga siendo el mismo.
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