Si doy vueltas me mareo, si me paro de manos normalmente quedo demasiado cerca del piso y una vez que he perdido el miedo pongo demasiada fuerza y me voy de espaldas, si trato de caminar en una barra de 10 centímetros de ancho tiemblo, si lo intento con los ojos cerrados, olvídenlo casi me caigo.
Podría paracer que mi mañana fue una tortura, y lo fue, pero la verdad es que me sentía primitivamente de vuelta a los buenos años, llena de tierra y pasto, con piedritas dentro de los zapatos y con la desvergonzada actitud de reír de lo mal que lo hacen los demás, al igual que ellos de mí.
Ahora más que nunca sé que el equilibrio no es lo mío, ni el físico ni el mental, pero ¿qué hay de malo en intentarlo? al igual que en muchas otros aspectos de mi vida hoy hice las cosas mientras alguien me veía y con esa incómoda presión (atención, atención que alguien aquí puede caer) no podía conseguirlo, no hasta que empezé a disfrutarlo.
Sé que ya tengo 18 años pero creánme aún me puedo sentar en el piso durante las clases, aún puedo mojarme en la lluvia y brincar en los charcos, aún puedo jugar con mis amigos, reírme de ellos y con ellos, aún puedo ser luciyita y olvidarme de que el mundo quiere que sea algo en lo que no creo.
El mismo mundo no entiende porque soy así en la escuela, en mi casa, en mi vida, pero cuando me paro ahí puedo ser tan infantil, desequilibrada y patarata como se me de la gana, una de los pequeños grandes detalles que absorben mi tiempo, una pequeña isla, mi pequeña esquina del mundo, donde hay lugar para todo, menos para el miedo.
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